Jorge Isaías
Nació en Los Quirquinchos, Santa Fe, Argentina, en 1946.
Vive en Rosario desde 1964, donde se graduó de Licenciado y Profesor Superior en Letras (Universidad Nacional de Rosario).
Libros publicados:
Poesía:
* La búsqueda incesante (1970)
* Poemas a silbo y navajazo (1973)
* Oficios de Abdul (1975, 1999)
* Crónica Gringa (5 ediciones: 2 en 1976, 1983, 1990 y 2000)
* Cartas australianas (1978, 2004)
* Poemas de amor (1979, 1986)
* La memoria más antigua (1982)
* Y su memoria olvido (1985)
* Un verso recordado (1988)
* Violín de Octubre (1993)
* Arenas movedizas (1995)
* El cáliz recobrado (1997)
* Nuevos poemas de amor (2000)
* Lánguidamente su licor (2000)
* A los amigos (2000, 2007)
* Sombra de fresnos (2001)
* El pan en llamas (2001, antología)
* La persistencia del canto (1996, antología)
* Áspero cielo (2006)
* Donde supura el aire (2007)
Narrativa:
* Pintando la aldea (1989)
* El país de la infancia (1993)
* La mano sobre el recuerdo (1997)
* Las siete velas del clásico (2002)
* El último penal (2003)
* Como un caballo salido del mar (2004)
* Futboleras (2005)
* Las más rojas sandías del verano (2006, 2008)
Ensayo
* Palabras a mi padre y a su digna herramienta (antología de poemas de José Pedroni, 1989)
* Papeles inéditos de José Pedroni (1996)
* Los mejores cuentos del litoral (1999)
* Inmigración, identidad y cultura (en colaboración: 1990, 2002, 2007)
Deudas
Los míos nunca entraron a tallar en las historias.
Destriparon terrones en absolutos junios con heladas,
y dieron hijos con penurias fijas a la dureza de esta tierra.
Hubo arado con gaviotas. Hubo lentas trilladoras
junto a las trenzas rubias de mis tías
y el torso desnudo de tanto cosechero.
El sol del verano hacía fintas mientras tanto en sus cabezas.
Debo el poema. Debo la sangre que no derramé y el sudor
que me he guardado y la pena de ver llegar a mi padre
En un setiembre con sangre sin batallas.
Lo vi llegar herido, con los brazos como rotas alas
pero la furia hecha brasa en las pupilas.
Debo el poema a los colonos comprando el pan en la bolsa
blanca de arpillera. El agrio tabaco en latas de té Tigre.
Las calvas cubiertas con gorras amarillas.
Antes estaban la cocina a leña, el techo de cinc bajo tormentas
del invierno, el café y el mate recibiendo a la mañana.
El cuaderno con estampas era cuadrado y grande
y encerraba un mundo en sus cuarenta páginas.
Después la lluvia de abril complicó todo:
hubo historias que recuerdo y otros amores que me olvido,
sin quererlo. Hubo un tren que me trajo de repente
arrancándome de cuajo, como fruta verde de diciembre.
Debo aún toda la distancia que me pone cada vez más viejo,
y me entristece.
A los amigos
No cambiaré a mis amigos
Justamente ahora.
cuando llegamos a un puerto tan seguro
como esta desesperanza continua.
No los cambiaré ahora
cuando el amanecer se aleja
y aquellas llamas altas no nos pertenecen
y apenas somos dueños de ese ocre
que nos roba el crepúsculo
No cambiaré sus vicios, sus astucias un poco infantiles
ni sus preferencias por las mujeres hermosas
el vino tinto
o las pasiones inútiles
—utopías enmarañadas de algas
ganadas por el óxido que termina
matando los barcos—.
No cambiaré a mis amigos
ahora, justamente ahora
que están cerca de saberlo todo
y nos hallamos junto al fuego
en esa cueva común
que hemos abierto entre todos
con las manos sangrantes
y que nos preserva de todas las pestes
Si es cierto que —como dice uno de ellos—
somos los últimos que creíamos en algo
no importa que no haya servido y todo se lo hayan
montado
Por eso mismo, mis amigos han valido la pena.
Ellos saben que nosotros escribimos el principio de los tiempos
y cantaremos el fin de las civilizaciones.
En el medio queda el tiempo de los políticos
es decir la contingencia
la estupidez
el sinsentido.
Donde supura el aire
I
Tal vez cuando la noche
atropelle con sus sombras
estos sueños últimos
los que reculan
en el odio
masticando
un resentimiento oscuro
como el dios pequeño
que nos odia sin motivo
porque todos saben
que nunca molestamos
que tal vez nuestro pecado
sea esta costumbre
eterna de plañir
como los chicos
al que le sacaron
la teta de golpe
y sin aviso.
II
Pobres los que lloran
demandando cariño
y reconocimiento
pobres los que no saben
que las ciudades
están muertas
y nosotros estamos
indefensos
ante los miserables
que deciden.
Pobres de los que creen
que la eternidad
les hará justicia
pobres de los que creen
que su adversidad
será tenida en cuenta un día
pobres de los que esperan
la reparación
de todas sus desdichas.
III
Al resplandor del cielo
no hubo sol ni rubio trigo
que destruyera
el aire
donde orondo presentaba
su carita torpe
aquel recuerdo.
Digo, como el consabido
afán por la justicia
que ya no esperaremos.
IV
Amábamos las muchachas
esquivas de entonces
no importa si morenas
o rubias
solo que inaccesibles
como un sueño olvidado.
Éramos candidatos eternos
a la desdicha que como
una vocación tenaz
no acechaba
y como una hiel se empecinaba
en la boca.
Sin saber que aquel
sol que nos rozaba con su sombra
era fugitivo y así lo sería
para siempre.
No supimos disfrutarlo
como tampoco el fervor
que nos trepó en la garganta
cuando aún era tiempo
para conjurar todo fracaso.
V
De todas partes me fui
como de aquel sueño negro.
De todo
menos de tu vientre
que me contuvo
en las noches
cuando el verano subía
con tu temblor hasta el cielo.
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- enero (144)
Es lo que disiento hoy puesto en palabras.
ResponderEliminarAlberto Castillo
Quise decir siento
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