Manuel Lozano
Escritor, ensayista, profesor de literatura nacido en San Francisco, Córdoba, en el año 1971
Libros publicados:
* Bizancio bajo las aguas
* Mansión Artaud
* La noche desnuda de rostro ciego
* La rueca dorada
* Historia natural de la herida
* Iconostacio
* Todos los mapas son inútiles en Abisinia
* Tratado sobre una infinitud que arde
Canto en el Mar de Galilea
Aquí vine a ahogar mi infancia de este mundo,
la juventud en espiral,
la imposible vejez
para el que debe ser travasado por las crías
de la demolición.
Macabro y violeta el cenotafio
por el que finjo deslizarme.
¿Gritará la cruz cuando yo grite?
¿Qué madre suplicará por mi lugar
cuando yo grite?
Padre,
¿y ahora quién es mi madre?
Padre,
¿y ahora quién es mi padre?
Todos y Ninguno.
Arrojo hasta el cenit
una bocanada de infierno, la avergonzada lluvia
que alcanzó tu boca
mientras espejaba un equinoccio
la piel caliente de esta noche.
La prisión volverá a apagarse
bajo tus pies, vestigial,
tal como la sierpe sin corona
muerde la cerbatana.
Viine aquí a inmolar mis treinta y tres años.
¿Adónde irás inocentísima llaga del desierto?
La carne de la humillación
debe comerse a sí misma
sin asco y sin testigos.
Canto
con la delicadeza feroz de una gardenia.
Mi canto es agua viva.
Apenas lluvia*
a Elba Gianfelici, que ha cruzado el tiempo
Ruge el silbido.
Me donas el reino de una noche mínima
entre las mordeduras de las hojas.
Navidades de Valéry, sequedad del espanto.
Distancias en la casa interna de la herida.
¿Y fuera de todos, lo inevitable?
¿En conocimiento de qué ojo delator?
Se derrumba el mundo cuando llueve;
se borra entonces, apenas se desgarra
en la doble oscuridad de un aletazo.
Habrías caminado en la lava
tan sombría, tan inmensa,
multiplicada al fin en tu alabanza.
He palidecido en el blanco de ese rojo.
Cenizas que comían de tus dedos
como arañas húmedas
bajo la acorazada raíz.
La cama oculta los fragmentos
de libros que leías y poseías
en medio del naufragio.
Trozos de espejos caídos de otro sol.
¿Alcanzaría esta parábola a descifrar
el solo idioma de milagros
desde la piel a los huesos?
¿Por qué los ríos aúllan
la aletargada miseria de la sangre?
Junto al camino, en silencio,
el relámpago.
El te buscó, imantado,
entre el saldo de abrojos y la noche.
¡Siempre el error en las certezas,
el surco infeliz frente a la aurora!
Verjas abiertas para el juego.
Acabas de entrar.
Hay un linaje soberbio en esta lluvia.
Pero sobre la hoguera verás el salto
An sua cuique deus fit dira cupido?
Virgilio, Eneida IX, 185
Acuérdate de la raíz de tu heredad.
Lamías y escarbabas fisuras
en el mínimo anfiteatro (irreversible)
de una telaraña.
La escoria de la niebla
al fin disolvía la lluvia precoz y cenicienta
a trasluz
del plumaje en fuga de algún monstruo sumiso.
Era en invierno y mirabas por detrás de los pinos a Watteau, tu padre,
pintar la mítica batalla
donde un dios debe morir descuartizado.
Los restos de la noche
repetían ecos de una marea agujereada
trizándote en jirones
por el hilo amarillo de la antigua visión.
Tuve que entrar en tus pupilas para desnudar
la inercia del vampiro y las mordazas.
Los jazmines profanados,
la yegua encendida como rehén del cielo hacia la tierra,
las lágrimas de ausencia sobre el plato,
el todavía vendaje del temblor en medio de la piel,
el carromato caníbal
y el desenlace inocente,
intercambiaron saqueos por derrumbes.
¿Y dónde la almohada de serpientes, padre Antoine Watteau?
¿Dónde el gorgoteo de un infinito actual
más fuerte que el absurdo del tiempo y sus crías?
¿En el corazón de la fiebre,
en el larguísimo grito de tu sangre de amor?
Tigra de sed en los suburbios de Kfar Kanna
Y te daré a ti y a tu descendencia después de ti la tierra en que moras,
toda la tierra de Canaán, en heredad perpetua...
Génesis, 17:8
Para eso labraron tus calles, imantados hasta donde el fuego se corrompe,
como plagas en la noche del desprecio.
El agua vuelve a ser vino
pero no hay siquiera un dios en estas posesiones.
¡Viviente Cocteau desesperado
a qué llaga dormida convertirías en oráculo
para decir la guerra y sus alcantarillas!
Resplandece un cráneo lamido por la sangre.
He llorado esta sangre
mirando desde lo alto el reino de este mundo.
¿Y la bujía como cuchillo fidelísimo en las ventanas?
Para siempre hurgo entre cascotes los restos de piedad,
esa esfinge dorada que se apartó de los hombres.
Hoy la luna perfora una ausencia.
Los tentáculos prueban a mansalva
el grito inacabado, la cicatriz, el fruto.
Dinastías de mendigos llegan a las puertas
custodiadas por grifos y por perros.
El vario ritual alza en la noche una constelación
de ciudades para el deslumbramiento.
Nunca hubo pacto aquí.
El agua de esta lepra traspasada de espinas,
¿aullará de amor en medio de la fiesta?
Descendemos a Carpernaúm.
Alevosa farsa el teatro de la razón en luto
sobre el muelle desfondado de los pobres.
¿Roes los escombros, palpas sus vestidos?
¡Arrodíllate al sol sin retorno de esta tierra!
La imaginación es una tigra de sed.
Feérico
¿Qué contorsionista llegaste a ver
en la maléfica heredad
corriendo y corriendo
por la siesta nocturna de esta fotografía?
En las Termópilas gritaste
todo es mudanza y misterialmente.
Prisioneros del oro, un psalmo,
la memoria desgarrada de Edgar Poe,
la memoria desgarrada de Lao Tsé,
la memoria desgarrada de Lester Young.
¿Cuánta solitaria desfloreciendo
en el hielo que todo humo
ocultaría a tu aullido?
Deja que te recuerden por encima de los ojos,
en la más ceguedad, la más exasperante
del enigma.
Luna detrás de los ficus morados.
¿Sólo un resplandor
-como caligrafía insomne de la fiebre-
sobrevive a Charlie Mingus
en la noche del tercer cielo,
arrebatado y andrajoso rehén?
Dénle de comer a esa medusa.
¿Crucificarían de nuevo
los tentáculos, los dedos que se aíslan,
la aurora que engendraste
en la noche del cuervo?
Mis queridas criaturas,
¡es un parque de diversiones!
Ruego por el jardín acosado de memorias
como Pía de ´Tolomei,
agasajada reina en el claror de su matanza,
coronada en la muerte.
Subirá la desnudez
de musgo a lluvia, de nemoroso espectro
a roca de agua viva.
¿A quién culpar después del infierno?
¿A contraluz este mar, el cómplice, el acíbar,
la carcajada del principio?
Acércame, pádreme, mádreme
cuando hierve en el cerebro
la miel sin velos de este arca.
Agrippa von Nettesheim
(1486-1535)
¿Qué límite ha de detenerme en la colina, rojo Chavajoth?
¿Pero qué ungüento, Adramelek vestida de perra
cuando todos duermen
y suena la campana imperceptible de tu profanación?
¿Y el fuego subterráneo que prometía Eloim Gibor,
y el aceite acernical de Sehaltiel
para excavar el ensalmo
trepando como enredadera de cristales que aúllan?
Cerca de la ciudadela comienza el combate.
Fueron abiertos los soles,
los desnudos sellos, los llorados,
los sin vaticinio porque el día vuelve
en el salvaje corazón de una Gracia perversa.
El unigénito canta sobre el muro
cubierto con arterias de viento de mil siglos.
También hablo de risas,
de la bestial carcajada en el vómito.
Cerca de la ciudadela, miríficos y extasiados
escarban los espejismos de la música.
Ahora ves los renunciamientos:
uno tras otro como sitiales de la ruina
soltados
a las últimas playas cenagosas
que no repetirán tu imagen,
sino espesura y tormenta más largas que un luto.
Cerca de la ciudadela, ¿hervor de diamantes
o retablo virgen para el pan de tu cordero?
De la inocencia en la boca,
de esa fragancia alumbrándose entre pinos,
nadie puede ya el susurro.
Jamás la sangre se inclinaría a estas huestes.
Se sumerge la lava.
Se derrite otra puerta.
¿Y qué piel (salobre y perfecta)
acaricias en la noche crecida
junto a los ciervos de la locura?
Cerca de la ciudadela, clavos y martillos y tenazas.
¿Y cuándo llegaste a rogarme entre gemidos
(si acaso Teresa coronada en el viejo hotel
de las jaurías,
si acaso Nathanael, Bautista y Mauricio,
hambreados de degollación,
pero hambreados)
las algas sin alivio de la vida?
Cerca de la ciudadela, resplandeces.
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