Humberto Hauff
Nació en El Colorado, Formosa, en 1960.
Es Profesor en Letras, Licenciado en Gestión Educativa y Magíster en la Enseñanza de la Lengua y la Literatura
Ejerce la docencia en la Universidad Nacional de Formosa.
Libros publicados:
* Los fogosos discursos de octubre (Poesías, 1988),
* Las raíces buscan el sur (Poesías, 1993),
* Los milagros del rocío (Cuentos, 1995),
* El militante (Novela, 2004),
* El cielo retrovisor (Poesía épica, 2005),
* La esfera sin ejes (Poesías, 2005) y
* Poemas de Anselmo (Poesías, 2005).
La silueta difusa
No reconocemos el olor de nuestra casa
porque habitamos en ella
y lo que podría ser distintivo para los demás
para nosotros es una realidad que nos pertenece,
inescindible.
Miguel Vitagliano.
1
La vida es una red que me contiene
en el predio magnífico del Chaco Gualamba,
en este sitio salvaje lleno de loros
escandalosos
y lapachos floridos.
La vida sacia la sed de mi alma,
sus deseos de aventuras
al aire libre,
de madrugadas en las desembocaduras
de los riachos,
de misas religiosas bajo los árboles,
de ocios rosados en las oficinas.
Ninguna palabra podría describir
la experiencia,
ninguna prueba de laboratorio.
La vida está implícita en la chaucha
del chivato
y en los ojos del niño abandonado
y en la respiración fatigada del viejo.
La vida es un lugar,
un territorio abierto,
una comarca de postal chaqueña
(en sus abras verdes y diáfanas,
entre sus filosos chaguares
de clorofila negra,
yo correteo ágil como liebre perseguida
por perros hambrientos).
La vida es un habitáculo para uno,
un féretro abierto y ―en apariencia―
abandonado,
un arcón de abuelo que fue guerrero,
un álbum inconcluso,
mi excusa para estar en Curuzú La Novia.
2
Ah, si supieras cómo saben en el paladar
el tutiá o el ñangapirí
te quedarías en la colonia donde vivo
un tiempo largo,
un lapso de tiempo
local y artesano.
Si vieras de noche al lapacho poblado
por la bandada de tordos que pernocta en él,
pedirías un lugar en su copa,
y aspirarías su aliento fresco,
y admitirías su erotismo textil.
Si tuvieras noticias de las proezas
que el guazuncho hace para sobrevivir
en El Corralito o en La Picadita,
te pondrías a negociar una tregua
con los rifles y las escopetas.
Ah, si bebieras el vino de pomelos
o el licor de cedrones
que se hacen en Formosa,
y oyes las chicharras de enero en el sauzal,
te quedarías para siempre donde vivo
te quedarías a vivir aquí, junto a la melanina
de los caminos vecinales,
al lado de la escoba dura
y la achicoria de las tardes,
y la voz del tiempo liberada sobre los campos.
3
Mi pueblo es un caserío extenso
al que las nostalgias atraviesan
como chuzas que buscan en él
el corazón grasiento de la tierra.
Han ocurrido allí ciertos eventos
que no olvido:
quizá yo crea que en esos sucesos
están los estigmas que el pueblo
suele mostrar al mundo
cuando lo observa
(como el malandra que utiliza
la profunda cicatriz en su cara
para amedrentar a los vecinos).
Son imágenes fijas que tengo
de viejos simpáticos y ociosos
que en el Club Pabellón Argentino
jugaban al truco
ocultos de la Ley
o sostenían largos campeonatos
de bochas en canchas estridentes
para matar el hastío o miedo.
Son recuerdos de risas de niños
que habían encontrado la crisálida
oreándose en la boca del capullo,
del ahínco renovado del acordeón
que sucumbía quejoso a las musas
que regían las manos de la intérprete,
de unos acordes de chamamé ágil,
de unos filosos hilos de luz solar
que colgaban de los paratodos;
del pitogüé que junto a las ventanas
anunciaba la muerte de un vecino.
Son mis recuerdos de escándalos
de cardenales que en la huerta
asolaban los almácigos de Ana,
del enigmático hombre de la bolsa
que campeaba las siestas y robaba
las naranjas jugosas de don David,
de Lucio campaneando a la Isabel.
Mi pueblo tiene casas inconclusas
de albañilería modesta y extraña,
con ventanas que una vez se abrieron
y las llenaron de sol para siempre;
casas hospitalarias con el viento.
Una villa que tiene calles de arena
aplanada por los aguaceros breves
de las madrugadas,
esquinas pobres de gente
y ricas en paraísos y ojos,
hombres que apenas son dueños
de los sitios que cubren sus sombras.
Es un lugar de infusiones salvajes
y encuentros entre el sol y el agua,
con boliches que huelen a yerbas
y a vinos
y a quesos
y a querosenes;
un extendido caserío quemado
por veranos vigorosos que suelen mostrarse
en los filos increíbles de los machetes.
Tiene patios donde hay perros vacíos
y aguaciles que se santiguan al sol
como ante un altar
de llama oxhídrica;
y tiene chicos que cazan chicharras
en las cúspides extrañas de los sauces
(ahí donde ellos se parecen tanto
a los tordos hambrientos de la pena).
En sus carnicerías funcionan sierras
con el cris sostenido de los grillos;
y en la plaza acuerdan sus alianzas
las parejas asombradas por el celo.
Yo duermo con la ventana abierta
y recuerdo eventos que saben a caña,
y huelo el almíbar de limas que sale
de las cocinas del invierno o rancho;
en el almacén solía beber vino tibio
el peón que debía estar en la chacra
mientras yo caminaba las veredas
poseído por el otoño y el amarillo.
Mientras recuerdo mantengo el alma
y la ventana bien abiertas al día.
Dicen que en las tardes soleadas
en las que, a la vez, llueve o garúa
―y que aquí son tan comunes―
suelen casarse las hijas del diablo.
4
Una pesada flota de treinta años
fue diseñada para aguas turbulentas.
Ahora surca una laguna verdosa
de savia fermentada de palma negra.
[Le llamo fermento porque embriaga;
es, en realidad, mi plasma al viento].
El puerto de destino es Dalmacia.
El poste de amarre un seco ojo tuyo.
Fijáte que treinta años son nada.
Quizá sólo por eso hoy los notaste.
5
Veo que la imagen
del hombre de pie reflejada en la salina
es sombra, facha, espectro o ánima,
un mandinga camuflado en la resolana.
Es el diablo al acecho
de un hombre solitario en el desierto
―eso, visto aisladamente, es miserable,
patético, turbador, y conmueve―.
Hay un fantasma depredador
de un compueblano extenuado en la salina
―aunque acordamos que el coto de caza
excluía el monte y el campo―.
Te creí a salvo en la sabana,
por eso te saqué del suburbio y de la villa
―ahora sé que el duende también puede
ganarnos en la limpiada―.
Yo creí que porque eras mujer
el diablo te desdeñaría: no eras gran presa,
apenas un señuelo exótico, un engaño
―ahora sé que tiene olfato de bicho―.
6
Nada parece mejor
que una idea encontrada en un amento
una mañana de otoño en rocío.
Una sensación refrescante,
un alivio extenso como el que produce
una hoja de caá-heé en la boca.
La idea de estar a salvo
del próspero escozor de los barrios,
de la grasa incitante de las bestias.
La seguridad novedosa
de estar en el nirvana de la albahaca
o en la sombra de un ñandubay.
Nada es más lindo
que encontrar un pichón de calandria
poniendo a prueba las pautas del vuelo.
Nada como ver la avispa
que sella la boca del avispero y zumba;
nada como oler la lujuria de la lima.
La maceración de la voz
dentro de la boca de mi hembra en celo,
el obstinado cangrejo del amor mordaz.
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